Fuente: Bichos de Campo
La joven Tamara Rufolo (37) se presenta aclarando que su apellido no lleva tilde, pero se pronuncia como “Rúfolo”. Ella nació y se crio en Buenos Aires hasta que empezó a estudiar medicina en la facultad. Pero algo no la convencía, no le “cerraba”, y decidió hacer una pausa y emprender un largo viaje en busca de sentido. Al llegar a México comenzó a conocer otros conceptos de “salud” bajo antiguas formas de producir en la tierra, más comunitarias, más solidarias con los demás y con la misma tierra.
Cuando tenía 28 años, hace ya casi una década, Tamara decidió afincarse en la provincia de Salta y dedicarse al trabajo rural con impronta agroecológica, generando redes comunitarias y aportando alimentos más sanos, convenciéndose de que es posible vivir mejor, a pesar de que sea un camino más trabajoso. Ella es madre soltera y ya lleva muchos años “bancándose” sola. Pero siempre habla en “nosotros”, porque ahora trabaja “en red” junto a sus vecinos y a las instituciones. Ésta es su historia.
En 2011, Tamara estudiaba tercer año de medicina cuando decidió suspender sus estudios y viajar afuera de su país. “Había algo que no me llenaba el alma -comienza a contarnos Tamara-. La medicina convencional no me cerraba y decidí viajar para pensar qué hacer de mi vida”.
“Mi hermano estaba en México D.F. y me consiguió un trabajo allí. Viajé y lo tomé, pero al tiempo lo dejé porque me contacté con el movimiento ‘Na Ya ‘ax’ (Casa Verde, en lengua maya), conformado por agrónomos que se habían volcado a la producción orgánica y biointensiva, en huertas urbanas, terrazas, jardines, etc. Me ofrecieron cuidar una de esas huertas, en Querétaro y allá me fui”.
“Apenas llegué a aquella ciudad me dieron a leer el libro de María Thun, ‘Sembrar, plantar y recolectar en armonía con el cosmos’ –continúa la joven-. Me fui iniciando en esa agricultura, y fui aprendiendo el calendario biodinámico. Al tiempo me ofrecieron dar capacitaciones con ellos. Así es que durante 6 meses anduve trabajando junto a dos agrónomos, ‘convertidos’ a la agroecología, en un programa del Estado por el que llevábamos semillas y herramientas a comunidades nativas en zonas semidesérticas, y los ayudábamos a crear huertas”.
“Después estuvimos trabajando 9 meses en Mazunte -sigue Tamara-, con otro clima y, finalmente, estuve sembrando entre las montañas, en Chiapas, durante un año y medio. Conocí a gente que hacía construcciones biodinámicas y permacultura, que apostaba al cuidado del medio ambiente, todo eso me abrió la mente a un mundo nuevo, sin saber que un poco más tarde sería la fuente de mi propio proyecto”, recuerda.
“Allí fui madurando la idea de emprender algo propio -continúa rememorando, Tamara- y me acordé de una tierra que mi padre tenía en Salta, con unos socios. Ese campo está en la zona de Rosario de la Frontera, a 20 kilómetros de Copo Quiles. El ambiente es de clima seco y pertenece al norte final del Chaco salteño”.
“Le propuse a mi padre separarnos de sus socios y quedarnos con una parte, de la que ahora soy propietaria, porque luego me lo heredó en vida. La misma consta de 315 hectáreas, 70 cultivables y 50 de monte nativo. El resto se había desmontado, pero nunca se había cultivado, de modo que estaba virgen. Yo lo he dejado que poco a poco rebrote y regrese a ser monte de nuevo”.
“A mis padres no les fue fácil aceptar que yo me fuera a vivir al campo sola -reflexiona la joven-. Pero los convencí y en 2015 nos fuimos al campo 6 personas en carpa, con el sistema de ‘voluntariado’. Y con el fin de asentarme allí, me ayudaron a construir los primeros ‘techos’, con la modalidad de ‘bioconstrucción’. Con mucho sacrificio, pero a su vez disfrutando mucho, utilizando biomateriales de la zona, levantamos tres casitas de un ambiente, de madera, barro y piedra”.
“Pasaron muchos voluntarios de todo el mundo, que se quedaron meses y algunos hasta dos años. Pusimos energía solar y hoy cocino mayoritariamente a fuego de leña, si bien tengo una garrafa”.
Detalla, Tamara: “Cuando llegamos, juntábamos el agua con un balde. En el techo de una casita sembramos pasto y verdolaga, pero en los demás no, sino que de ellos hoy captamos el agua de lluvia en tachos de 1000 litros, para consumo. Hemos logrado montar un proyecto demostrativo de permacultura: reciclamos el plástico con el que hacemos ecoladrillos, con el vidrio hacemos vitrales y lo usamos como aislante. El papel, para hacer fuego. Juntamos el metal y lo vendemos”.
La joven porteña comenzó a cultivar: “Apenas llegué al campo nos pusimos a sembrar hortalizas, cucurbitáceas, zapallo, cayote y demás. A este proyecto lo bautizamos ‘Aluna’. Tuve que aprender a hacer todo yo. Empecé a sembrar maíz, poroto y zapallo en 20 hectáreas y llegué a ocupar 75. Un año siembro legumbres, y otro año, maíz. Mi ‘mosquito’ agroecológico es mi camioneta (se ríe)”.
“Aprendí apicultura y puse colmenas. A causa de la sequía tuve pocos rindes de cereales y entonces me puse a fabricar o moler polenta y harina, para venderlo directamente al consumidor local, aunque también hice envíos a otras partes, y eso me permitió sobrevivir”.
Tamara comenzó a aprovechar también el monte: “Como el campo posee monte nativo de algarrobos, chañares y plantas de gran provecho medicinal, hacemos mucha recolección de plantas que se aprovechan muchísimo para uso medicinal, como poleo, burrito, cedrón del monte, ajíes quituchos o ‘del monte’, algarrobas, chañares, mistoles, muchas cactáceas que dan frutos comestibles, como tunas, ucles, pasacanas, uchúas”, enumera.
“Pero no todo fue fácil”- dice-.“En el monte hay eventos climáticos inesperados, por ejemplo, el invierno pasado no hubo heladas, y nos tenemos que ir adaptando, sobre todo a lo que el monte nos da. Acá a las algarrobas no las levantaba nadie, las dejaban para alimento de los animales, pero ahora poco a poco, la gente de las ciudades las va aprovechando para hacer harina y panes. Yo vengo haciendo hace años una infusión de algarroba, mal llamada ‘café’”.
“Lo contacté a Eduardo Cerdá, un referente de la agroecología, quien venía fundando la Red Nacional de Municipios Y Comunidades que Fomentan la Agroecología (Renama), y me aconsejó que yo generara mis propias redes en Salta. Al principio no entendía cómo, pero poco a poco me empecé a vincular con el INAFCI (Instituto de Agricultura Familiar), Senasa e INTA. Este organismo me regaló pollitos y ahora andan sueltos en mi campo”.
“Comencé a hacer capacitaciones, me invitaron a ferias donde, por ejemplo, conocí la comunidad wichí de Santa Victoria Oeste. Después me invitaron a participar en la cátedra de Soberanía Alimentaria de la Universidad de Salta y sin darme cuenta estaba haciendo cada vez más redes”.